Querida Begoña:
A veces, un libro es una casa en la que uno se sienta a mirar la lluvia. Otras, es una ventana abierta a la noche, a la intemperie, desde la que sentir el viento y escuchar el rumor lejano del mar. Desde donde contemplar los pájaros que no sabemos si acuden al jardín o se están marchando.
Me detengo hoy a escribirte después de haber leído detenidamente tu libro, tus Cartas. Tus cartas son refugio y viaje. Duele sin herir esta correspondencia íntima, sostenida contigo misma y con las presencias invisibles que nos acompañan a todos: aquellos que perdimos, que soñamos, que fuimos. Te escribo desde una necesidad íntima de responder.
Desde el primer poema, donde tu voz se presenta como una brújula que gira en medio de la niebla.
Comprendo que no buscas certezas, sino orientación. Este libro, estas Cartas se escriben desde una herida imposible de nombrar. Y, sin embargo, tú encuentras la forma de hacerlo.
Hay libros como este que se sienten. Se siente en el alma ese temblor persistente que solo dejan las cosas verdaderas. Es una verdad poética que se desliza delicada sobre la herida, sin ocultarla, sin nombrarla muchas veces, pero revelándola en cada verso.
Desde el título comprendo que estamos ante una obra que se dirige al yo más hondo, a esa voz interior que se reconstruye desde la fragmentación.
Tu voz, Begoña, es una voz que ha pasado por el tiempo. No sólo porque habla del tiempo como quien lo palpa, lo carga y lo arrastra, sino porque has sido transformada por él. Tu sabiduría ganada a fuerza de pérdidas. La memoria, la identidad, el desarraigo, el deseo de abrigo, el hogar que se va deshaciendo en la lluvia o se recompone en la palabra conoces bien. La ternura que envuelve un vínculo, incluso en el silencio final devastador y luminoso.
Una voz que se escribe para encontrarse. En el tono de tu voz hay una delicadeza quebrada, como si hablaras desde los restos de una tormenta, pero con la claridad de quien sabe distinguir entre lo que hiere y lo que redime. Esta voz tuya serena, lacerada y valiente es una voz que viene del dolor pero también del arte, del oficio de la pintura, del aprendizaje de la mirada.
Se nota que eres pintora. Hay en tus versos una voluntad de construir imágenes que conforman el modo en que habitas el mundo. Tus poemas tienen profundidad de campo, color, textura. Trabajas el lenguaje como si aplicaras capas de veladuras, buscando al mismo tiempo la densidad y la transparencia.
Se aprecia el cuidado del ritmo en tus versos, pero también la necesidad de dejar espacio al silencio. Tus poemas se construyen a partir de un verso libre, de versos cortos, de una sintaxis que avanza por acumulación de imágenes con una suave musicalidad.
La puntuación es leve, escasa para no interrumpir el flujo de las palabras. Muchos poemas terminan en suspenso, en un susurro. No buscas cerrar un significado, sino compartir un estado del alma.
En estas Cartas hay dolor pero también resistencia, belleza, una búsqueda de sentido a pesar de todo. Observas, esperas, reescribes. A veces te preguntas, otras te confiesas o simplemente observas e intentas captar lo esencial en un instante, en un destello. Con trazo persistente te detienes en la ausencia, el tiempo, la infancia, la necesidad de consuelo y la imposibilidad de cerrar ciertas heridas.
He pensado mucho en tus pájaros. Hay pájaros que anuncian tormentas y otros que regresan a rehacer el nido, como esos gorriones que, en su gesto cotidiano, muestran la inercia de vivir. Pájaros que vuelan sobre la infancia, sobre los patios de la casa. Pájaros que un día no regresan más. Los pájaros son mensajeros, como encarnaciones del alma que sobrevive, testigos de un mundo que ya no está. Presencias fugaces que revelan una nostalgia profunda.
Son criaturas vulnerables, próximas al corazón. Su vuelo evoca la esperanza de una liberación que siempre se posterga, la necesidad de volar lejos del dolor. En su aleteo hay memoria, deseo, pérdida y anhelos de belleza. Cuando dejan de acudir a tu jardín algo se rompe.
En cuanto a la isla, como símbolo, no es solo el lugar físico, las islas que compartimos —Lanzarote, Tenerife— sino también una metáfora de la soledad, del aislamiento emocional, del deseo de pertenecer a un mundo que parece estar siempre en retirada. La isla es jardín y exilio. A la vez, refugio último: allí donde la vida continúa incluso después del naufragio, el lugar donde has sobrevivido.
Y luego está el mar. El mar está en la frente, como una línea de fuego, como un recuerdo que se nos va. El mar aparece en tus poemas como una figura del tiempo, del origen. A veces, es consuelo, otras amenaza. Pero siempre es presencia. Así es el duelo. Se funde con la idea de los barcos sin rumbo, de las orillas a las que no se puede volver, del hogar que ya no se puede habitar. El mar es inmensidad y pérdida. Movimiento. Una superficie cambiante, insaciable. A veces está en calma, otras arremete contra los muros y arrastra los restos de una casa deshabitada.
Por último, las cartas -y con ellas la escritura misma- son una forma de conjuro. Es un símbolo del intento humano de comunicarnos, con uno mismo, con los muertos, con lo que no se puede comprender. Con tus cartas intentas mantenerte a flote. No son cartas enviadas: son cartas escritas para consolar, para recordar, para comprender. Y esperan respuesta, aunque no llegue. Este gesto de escribirte a tí misma, revela una paradoja esencial: escribimos para permanecer, para dar forma al dolor, pero también para sobrevivir.
Las Cartas son un cuaderno de duelo, una bitácora escrita desde el temblor. Una
memoria involuntaria, una serie de misivas enviadas al pasado, a este presente vulnerable y
también al porvenir. Una forma de resistir desde la ausencia. Un testimonio y una ofrenda.
Un refugio y un espejo. Una forma de seguir viviendo a través de la palabra. Aunque no se envíen las cartas. Aunque ya no haya puerto.
He leído tus Cartas como quien se acerca al mar al amanecer. Con la intuición de que allí aguarda una verdad íntima, irrepetible. Donde la memoria, la pérdida, la belleza y el desamparo son convocados con ternura como pequeñas iluminaciones. Duelen y abrazan.
Termino de escribir y pienso que tus Cartas merecen ser leídas con lentitud, con recogimiento, como quien abre un álbum de fotos antiguas o escucha la voz de alguien querido desde lejos.
Gracias, Begoña, por permitirnos entrar en esta casa tuya de palabras. Leer tus
Cartas es recordar que hay una forma de amor que consiste en seguir nombrando lo que parece innombrable, aunque todo duela. Aunque nadie responda.
Fabio Carreiro Lago
Begoña Hernández Batista había canalizado siempre su inspiración, su trabajo hacia la pintura, aunque paralela y silenciosamente desde muy joven había ido desarrollando una obra poética que ha ido creciendo con los años y permanecido inédita hasta ahora.
Los poemas incluidos en la reciente publicación El tiempo en los bolsillos (Editorial Escritura entre las nubes, 2023) son, por lo tanto, el destilado de lo producido a lo largo de una vida entera, pero revisados desde la madurez. Por ello encontramos una voz rotunda y elegante que lanza una mirada personal al mundo que la rodea y nos sorprende con sus hallazgos, propios de una gran lectora que ha asimilado lo leído con avidez, porque como bien señala la poeta gallega Luisa Castro en el prólogo de su poesía reunida La Fortaleza, para escribir versos hay que: “asumir como propio lo que otros han inoculado en ti, convertirlo en algo que
pueda sonar nuevo”.
Begoña Hernández Batista logra estos objetivos creativos en varios aspectos. En primer lugar, destacaría el lenguaje, aparentemente austero y sencillo, pero en el que en realidad se aprecia un esfuerzo por la selección de las palabras adecuadas. La autora vive en el lenguaje, como diría el crítico canario Jorge Rodríguez Padrón, pues a cada palabra procura dotar de nuevos significados y resonancias. Respecto al aspecto formal de sus poemas, en los versos prima la verticalidad y destaca la utilización de versos muy breves. También reseñaría el poderoso colorido y la musicalidad que están presentes en sus poemas con alusiones constantes. Otro aspecto que cabría resaltar son la belleza de sus metáforas y finalmente la forma en que encuentra un equilibrio entre el peso de las tradiciones, los recuerdos del origen con la libertad de los sueños, es decir, la ponderación entre la niña que fue y la mujer que es, entre el dolor de lo perdido y la satisfacción de lo logrado hasta hoy.
Desde el pasado, los recuerdos de la niña que fue en un pueblo sureño de medianías como es Arafo, Begoña Hernández Batista construye su propio mundo, su propia isla. Construye a partir de la memoria, de un mundo que ya no existe: un mundo rural y ameno de acequias, huertas y casas con patios y parras.
Begoña Hernández Batista pinta el tiempo en sus poemas. Utiliza toda una gama de azules para describir el tiempo. En ese tiempo descubre el avance del silencio, de la soledad que es larga, pero se enfrenta a ello desbaratando los hilos de lo cotidiano y tratando de descifrar los enigmas detrás de las cosas aparentemente sencillas.
En sus poemas sobrevuela los vacíos, principalmente el vacío de la isla y su misterio. Las tardes se ensanchan con el aire de la melancolía, con el descubrimiento de la propia fragilidad. La autora necesita hacer algo para ponerse a salvo. Para poder seguir viviendo es necesario guardar los recuerdos en el trastero de la memoria. Escribir.
Begoña guarda el tiempo en los bolsillos, guarda una noche estrellada… Pera sentirse a salvo tiene, en las tardes tibias de la isla, el olor del guayabo, el recuerdo de la niñez como un dulce terrón de azúcar, el alisio con su humedad que refresca las flores de hoy. Para la autora escribir es la búsqueda de un refugio seguro. Por ello en sus poemas gira una y otra vez sobre sí misma.
En palabras del poeta canario Eugenio Padorno “un poema también tiene mucho de objeto artístico”. Los poemas que nos ofrece Begoña Hernández Batista no cabe duda de que lo son y haciendo un símil cada poema sería como uno de los cuadros que conforman una gran exposición que es, en definitiva, este libro.
Fabio Carreiro Lago